Según avanzamos, a unos kilómetros, veo que todos vamos a parar a un gran centro comercial: Carrefour. Carrefour allá, lejos, es un enorme y desolado contenedor de metal, un gigantesco cubo. Él es un descomunal y monstruoso bloque (teológica y geométricamente uno) con una gruesa cáscara de chapa y aluminio. Está lleno de lucecitas parpadeantes y focos, y veo arremolinarse arriba, por todas partes, querubes llameantes, abstracciones zafíricas, centauras angélicas, radioactivas y festivas lucecitas de feria.
Alzo entonces mis ojos hacia la antigua anciana noche, llena de estrellas inaccesibles. La misma antigua anciana noche que contemplaron Jesús, en las suaves colinas de Samaria y el Carmelo, y Alejandro, en Bactriana y las amarillentas selvas del Punjab. La misma noche donde Mahoma, en los jardines perfumados de Arabia, escuchó a los arcángeles islámicos; la que vio levantarse sobre la tierra las bulbosas cúpulas de Santa Sofía, y las torres flamígeras de Notre Dame en Paris y también las Pirámides picudas. Pero yo estoy aquí ahora, en el Carrefour.
Suena música: villancicos y spots publicitarios a través de rugientes altavoces; y veo aquí y allá circenses árboles de Navidad, adornados con bolas y espumillón brillante. Plaga de langostas. Entonces los coches se me antojan extraños autos-crustáceo; como si fuesen insólitos cangrejos, con ese exoesqueleto de chapa y largas antenas de radio, proyectando conos de luz desde sus faros encendidos. Hay docenas, cientos, miles.
Fragmento extraído del blog Ricardo Moreno Mira abrxia365.blogspot.com (sin su consentimiento y con toda mi admiración)
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